domingo, 12 de agosto de 2012

Cartas amarillas









CARTAS AMARILLAS


  Mi casa materna, en La Pastora, es una construcción bastante original. Esa casa creció con nosotros. A medida que crecía la familia, mi papá pensaba cómo ampliarla. La afición de mi papá por la construcción era enorme. Todos la padecimos de una u otra manera. 

  Estando aun pequeña, la casa constaba a penas con un cuarto doble, separado por una pared y una puerta -inexistente- contigua, un cuartito de menos de dos metros de ancho y un baño. 


Una vez escuché decir que la pobreza une. Aunque rechazo el término de pobreza para recordar esa época porque como dice el padre Larrañaga, hay muchos tipos de pobreza, pero la peor de todas el la pobreza de espíritu y ésa se tiene aún rodeado de lujos. Nosotros no teníamos lujos. Teníamos lo imprescindible en cuanto a bienes materiales. Pero espíritu, amor, calidad humana, cariño y cuidados, tuvimos del bueno y en abundancia. Así que cuando uso ese término no hago justicia a lo que fue esa época. Nunca me he sentido realmente pobre.



  El todo es que vivíamos en unas condiciones en las que era necesario compartir todo y todo incluye todo. A veces la cama, el armario de la ropa, el baño, todo. Pero qué dicha era para mí meternos los cuatro niños que éramos en aquél momento en la misma cama grande de mi mamá y dormir o pretender hacerlo mientras mi mamá llegaba. Mientras mi hermano mayor contaba cosas que daban miedo para hacer llorar a mi hermano menor. También tomaba una almohada para pegarnos por encima de la sábana y terminábamos medio asfixiados cuando la almohada se rompía. 

  Lo bueno también era que en ese solo cuarto estaba todo, incluso los secretos y escondites de mi mamá. No recuerdo qué día descubrimos un viejo neceser en cuero rojo, dentro el típico espejito cuadrado, el forro en blonda amarilla y una serie de tonterías que no merece la pena recordar, porque no las recuerdo. Pero lo importante, el tesoro, eran un atajo de cartas. Cartas amarillentas, medio mohosas amarradas cuidadosamente y guardadas preciosamente. El remitente mi papá, la destinataria mi mamá. 
De más decir que la primera vez que vimos aquello nos miramos las caras incrédulos, sorprendidos, extrañados. No las leímos esa vez. Volvimos a poner todo en su sitio y no se habló más del tema. Es muy posible que la primera vez que vi aquellas cartas yo no supiese leer. Sin embargo el neceser continuó allí a la espera, hasta que supe. Entonces fue el momento de encontrarme con aquel tesoro. Aquella joya del amor de mis viejos. La ternura de esas letras, la nostalgia con la que mi papá extrañaba a mi mamá, las maneras de llamarla. Mi negra. Todo se me antojaba romántico, delicado. En aquél momento igual me daban los errores de ortografía de mi papá. 

  La primera vez que las leí me causó gracia, admiración. Mis padres se querían. Para todo niño es importante saber que sus padres se quieren, pero para mí era una sorpresa. En casa rara vez los veíamos tratarse con cariño, expresarse amor o besarse. No se trataban mal, pero vivían casi como hermanos. Mi papá dormía solo y mi mamá dormía con los más pequeños de turno. Conmigo no, porque yo prefería dormir con mi papá. Cosas de niñas, supongo. 

   Así que descubrir que entre ellos había un leguaje tan amoroso me causó impresión, una buena. También un cierto celo, no de mi mamá, claro. Sino de que mi papá pudiera decirle esas cosas a otra, eso me atacaba. En el fondo, como todo niño, tenía un temor de perder a mi papá. 
Leí algunas cartas y las dejé en su sitio hasta que fui adolescente y volví a ellas una vez más. Ya con la visión de quien desea recibir frases así. Suspiraba al pensar que mi papá vivía en una ciudad diferente, que iba a casa de mi mamá cada quince días y que en esos quince días extrañaba tanto a su negra que le escribía, largas cartas, extensas declaraciones de cariño, largas explicaciones de cómo llevaba la semana. 

  Quizás mi mamá le respondiera a su vez, cómo lo llevaba con los niños, nosotros, cuanto lo quería, cuanto lo extrañaba. Esa parte no la supe, porque mi papá no tenía sus cartas guardadas. 
En esa edad algo más se despertó en mí, una serie de cuestionamientos sobre cómo fue que mi papá conoció a mi mamá, por qué no se casó con ella antes de tenernos. Hasta esa época había reprochado a mi mamá muchas veces su conformidad ante la manera de ser de mi papá. Él era, para que me entiendan, la única voz en la casa. Cuando decidía castigarnos lo hacía sin oposición y muchas veces lamenté que mi mamá no interviniera a favor nuestro. 

  Eran otras épocas. Pero al ver el cariño con que mi mamá conservaba esas cartas entendí que ella lo amaba, tanto o más que yo. En su mundo, las mujeres no contradecían a los hombres abiertamente. Necesitaban otra clase de fortaleza para mantener los hogares unidos y seguir juntos a pesar de.
Esas cartas me acercaron a mi madre y al mismo tiempo a mi parte femenina. Entendí que una mujer es muchas veces más fuerte, más importante, más vital e imprescindible que un hombre. No me mal entiendan, no soy feminista, soy al igual que mi madre, una mujer consciente de su valía. 

  Mi madre no sólo guardaba aquel atajo de cartas de palabras sencillas y sin cursilerías. Ella conservaba en esa caja el tesoro de su misión en esta vida. Esas cartas eran el compromiso de mi mamá con el hombre que amaba -y ama-, la semilla de lo que sería y es nuestra familia, el lazo de unión el “Nexus” que nos mantiene hasta el día de hoy unidos a pesar de las distancias. 

  Mi madre en ese neceser rojo guardó un pedazo de corazón para cuando hiciera falta, para ella o para cualquiera.
  
  Hoy en día hablar de una relación a distancia es algo de todos los días. Existen tantos medios de comunicación inmediata que nos hacen estar cerca de quienes queremos aunque se encuentren al otro lado del mar, a seis mil kilómetros de distancia. En aquella época y ahora, amarse así era una apuesta, el deposito de esa apuesta nos ha servido de raíz por años.

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